Catalina Ferrada: La belleza del cuento hecho luz austral

 

Catalina Ferrada nació el 16 de noviembre de 1970 en Valparaíso (Chile). Desde temprana edad se gestó en ella un profundo gusto por la literatura. Solía leer cuentos a su mascota y a los nueve años, desde una perspectiva infantil e ingenua, comenzó a escribir cuentos para niños.

A los diecinueve años concluyó sus estudios secundarios en el liceo de niñas A-25 de Valparaíso. Luego, a los veinticuatro se trasladó al pueblo de Chaitén, ubicado en la región de Los Lagos, en la Patagonia chilena. Los parajes de la naturaleza virgen la influenciaron de forma profunda, como refleja su antología de historias infantiles Cuentos de oro y luz.

En 1997 se trasladó a la ciudad-puerto de Coquimbo. A pesar de esto, el sur del país no dejó de estar presente en sus líneas. Además, es notoria la influencia que recibe del romanticismo, aquel movimiento literario que nació en Alemania y cautivó a Europa, influencia que se aprecia en su novela Ecos australes que el viento guardó

 

 
 
 
 

La puerta de Alcalá

 

 

Un día Filipo, un pequeño delfín, se hallaba nadando junto a su dulce y juguetona hermana Águeda y Cipriano, su hermano mayor.

Era un frío día invernal. El sol, por muy extraño que parezca, brillaba como si fuera un atardecer de verano, reflejando el cielo en las olas un espectáculo de hermosos colores. Cubriendo tan diáfano fulgor, los empinados cerros de Valparaíso.

Venían nadando a toda prisa, intentando alcanzar a sus amigos, que ante el tronar de caracolas, en los labios de hermosas sirenas, llamaban a cuanto animal fosforescente habitara en los confines del mar. No mucho había que esperar, para ver la llegada de medusas, calamares y caballitos marinos, iluminando con gran esplendor el fondo marino, haciendo menos peligroso el paso por los arrecifes.

Aquel, no era un día cualquiera, distantes ecos de grandes barcos surtos en la bahía anunciaban el paso de una embarcación pesquera cubierta de flores, llevando la imagen de San Pedro, patrono del mar. Tras ella, un cortejo de embarcaciones decoradas con esmero, realizaban extraños ritos, y se marchaban dejando tras sus pasos, el mar cubierto de flores.

Ese mismo día, desde hace miles de años, se cernía un sentimiento de fraternidad y paz indescriptible sobre los habitantes del mar. A los lejos, desde todos los océanos parecían despertar mil ecos dando gracias al Creador, por la vida, los alimentos y los dones que poseía cada especie. También, los cantos de hadas marinas que, según antiguas leyendas, poseían el poder de la sanación, llamaban a cuanto ser enfermo surcara los confines del mar.

Por esas fechas, arribaba un velero español procedente del Principado de Asturias llamado “La puerta de Alcalá”, en honor a Madrid, la bella capital del país europeo. Su misteriosa y larga figura desplegando enormes velas al viento, dibujaba una larga estela en el mar, que guarecía a cuántos animales marinos puedas imaginar. Puesto que, guiados bajo su espumosa huella a través del Océano Pacífico, y tras cruzar el tempestuoso Estrecho de Magallanes y las frías aguas del Océano Atlántico. Arribaría finalmente en las costas de uno de sus mares, el Cantábrico. Porque aquel, era el hogar de las Hadas Sanadoras, los seres más sabios de las profundidades. El velero impulsado en ocasiones por fuertes vientos les brindaba no solo la seguridad de la ruta. También, su quilla y alta popa dibujaba sutilmente surcos en el mar, disminuyendo de ese modo el cansancio que tan largo viaje les deparaba. Por otra parte, los animalitos marinos guarecidos bajo el casco del navío se sentían protegidos del terror que les provocaba cruzar una zona en el océano Atlántico. Muchas leyendas contaban que aquel era el hogar de extraños seres monstruosos, que no perdonaban la vida a quienes tuvieran la desgracia de encontrarlos.

Cayó la noche y Valparaíso lucía más hermoso que nunca. A lo lejos, gran algarabía anunciaba el comienzo de un nuevo carnaval de disfraces, cuyos ruidosos festejos se escabullían bajo las olas del mar.

La estrella marina junto a su amigo el caracol, escuchaban atentamente la voz de un pejerrey, dando consejos de cómo esquivar a tan fieros seres de las profundidades, que ancestros habían dejado impresos en fósiles, que jamás nadie pudo encontrar. Frente a él, un elefante marino jugaba con traviesos ballenatos que le rascaban el lomo y un calamar haciendo cosquillas en la panza de una orca, reía al ver a un pulpo en una mesa de roca, jugando a medir sus fuerzas con su amiga la medusa. A lo lejos, caballitos de mar jugaban a las escondidas con cangrejos que enojados reclamando por no poder ocultarse a tiempo, fueron sorprendidos ante la voz de un pez piedra que, por su condición, se había ocultado en rocas cercanas a aquel temido lugar, y mucha experiencia habría de entregar a los demás, antes de dar comienzo a tan colosal viaje. Antes de partir, sobre los corales, un viejo cachalote hablaba a la audiencia contando historias transmitidas por su abuelito más querido, sobre aquellas hadas a las que llamaba “Seres de Gran Luz”, que abrigadas en castillos de oro, solían curar las enfermedades de cuantos tuvieran el coraje de cruzar un portal custodiado por feroces bestias prehistóricas; inundando de asombro y pavor además de emoción e ilusión a quienes le escuchaban.

Cipriano abrazó fuertemente a Filipo, el pequeño delfín, y abotonando con dedicación su abrigo, le dijo:

— ¿Ves, hermanito? No debemos perder la esperanza. Con la ayuda de nuestros amigos, podremos conocer  a las hadas del mar, entonces, tus ojitos podrán ver, conocerán los bellos colores del mar cuando el sol ilumina los arrecifes al amanecer, la hermosura crepuscular del cielo, y abrazando la noche las estrellas titilantes vendrán a tu encuentro.

Filipo, que había nacido solo con oscuridad en sus ojitos, buscó el aroma de sus hermanos y aferrándose fuertemente a ellos, gran ilusión sintió en su corazón. En ese momento, una anciana tortuga, una orca herida por cazadores furtivos, ocho curiosas pulgas marinas y dos cangrejos, que en medio de una disputa se habían arrancado una pata, no obstante, ahora se abrazaban como hermanos, además de una corvina a punto de desovar, formaban parte de una enorme fila de animalitos, que, preparándose para tan próxima partida, guardaban en sus maletas sus últimos trajes y amuletos de buenaventura.

 

 


 

 

Cerrado el último equipaje, Renata, la tortuga más anciana dio el “vamos”, mientras el velero dando vueltas por la bahía, zarpaba rumbo sur. Los más pequeños aferrados a sus familiares, hacían gran alboroto al unísono, junto a voces adultas entonando cantos heredados generación tras generación. Filipo a lo lejos, lograba distinguir la voz de sus amigos más queridos, y los instaba a nadar con más presteza cuando sus ecos se hacían distantes. Por las noches, la luna reflejaba en el mar plateados caminos, haciendo resplandecer a los animalitos fosforescentes que, nadando bajo la luz de un farol asomado desde la proa, guiaban a los animales peregrinos. Amaneció y el claro del día vio asomar muchos lomos y cabecitas que descubrían en lejanas costas a un hermoso río, en el que los humanos creían, se bañaba la luna. El yate navego por su orilla, para apreciar la belleza de cisnes que curiosos, se acercaban a conversar con la multitud que bullía bajo el agua. A poco andar, el ancla comenzó a descender frente a la isla Teja y tras un corto descanso, daban comienzo a la ruta mar adentro, haciéndose las aguas cada vez más frías.

Ya en la costa de la gran Isla de Chiloé, muchos animalitos entusiasmados asomaban sus cabecitas tras una noche de estrellas fulgurantes, para ver si asomaba el Caleuche, un barco fantasma que, según contaba una leyenda, navegaba por aquellos mares sureños, pero nada perturbó la belleza y paz del firmamento.

El velero navegó largos días lejos de la costa, surcando aguas tan frías, que hasta a los animales más fornidos, les castañeteaban los dientes. De vez en cuando, los más osados se atrevían a asomar sus cabezas a la superficie, pero no mucho les duraba el intento, porque vientos huracanados les dificultaban la visibilidad y la respiración, tras la corriente feroz. De pronto, retumbó bajo las olas la voz de un tripulante del velero, que en medio de la borrasca se acercó al mástil de la vela mayor, para anunciar a todo pulmón la proximidad de tierras estrechas. El velero hizo lento el navegar. Los animalitos asomando sus redondos ojitos, descubrieron que se hallaban ante una indómita garganta natural, es decir, un estrecho, al sur del mundo, que separaba el Océano Pacífico del Océano Atlántico. En este angosto paso, el lecho marino se hallaba cubierto por un cementerio de añosos barcos, los que trajeron a sus memorias las historias que contaban los abuelos del cachalote, sobre viejos bravíos navegantes, que sucumbieron ante las feroces borrascas del temido Estrecho de Magallanes. Y unos a otros, tomando fuertemente sus patitas, tenazas y aletas, cruzaron unidos como una gran familia, el tan terrible paso.

Muy sorprendidos se encontraron después de atravesar las turbulentas olas, al hallarse ante un paisaje diferente. No solo por las formaciones del suelo marino, que asomaban tímidas en las profundidades, también por los habitantes que curiosos se acercaban. Algunos dueños de un gran carisma, les ofrecían mate mientras decían ser los mejores bailando el tango y con una cálida sonrisa, les daban la bienvenida; luego de la formal presentación preguntaban con entusiasmo.

-“¿Che, pibes, qué les trae por aquí?”

-“¿De dónde venís?”,

- “¿Decíme vos, necesitás algo?”

Y ante las respuestas se maravillaban de tal forma, que se unían a la caravana cardúmenes enteros.

Renata, la vieja tortuga, que mucho gustaba descansar en el lecho marino, se hallaba durmiendo una plácida siesta. De pronto, sintió un suave soplido sobre su cabeza. Abrió sus ojos sorprendida al hallarse rodeada de muchos peces de llamativos colores, y ante tan afanosa tarea de soplar el lecho marino, su curiosidad les habló. Los peces le contaron que en cada atardecer ayudaban a Clara, una pulga de mar que, de tan ancianita, había visto pasar a toda su familia y solita en el mundo, mucho le costaba hacer su camita de hoyito bajo la arena para dormir. Entonces sus amigos, los vistosos peces de los lejanos arrecifes preparaban su dormitorio con gran dedicación y cariño, y la ancianita en retribución a tan noble actuar, les narraba sorprendentes historias, que los surcos de su piel habían visto en los años pasar. Renata cautivada, se ofreció para ayudar. Al descender el frío, trajeron a Clara envuelta en un abrigo de gruesa lana. La anciana sonriente, con suave voz dio comienzo a una nueva historia:

—Hace muchos, muchos años, cuando las costas vestían de hielos milenarios, cuentan mis ancestros que en las aguas del norte el frío era tan intenso, que congeló el mar, creando de ese modo un puente natural que unía enormes extensiones de tierra, aquellas que los humanos llaman continentes. Los fríos vientos vieron el paso de seres humanos. Los muy desdichados vieron morir a muchos de los suyos tras noches de ventiscas implacables, más otros, vistiendo extraños atavíos como si colgaran animales en sus cuerpos, lograron cruzar estableciendo asentamientos en espera del fin de los hielos. Fue así como desde las costas, mis ancestros vieron con los años la presencia del hombre en un continente antes solitario.

De un momento a otro, Cayo, un pez azul que gustaba leer cuánto libro encontraba en viejos galeones sumergidos, que sólo Tiberio, su hermano gemelo, lograba comprender, interrumpió y dando un gran salto de alegría exclamó:

¡Sí! Eso sucedió en la última glaciación, en el Pleistoceno.

Tiberio objetó diciendo:

     Te equivocas hermano, fue en el periodo glaciar…

Cayo, arrugando el entrecejo continuó:

     Pleistoceno.

     Tiberio: Glaciación.

     Cayo: ¡Pleistoceno!

     Tiberio: ¡Glaciación!

Y desaparecieron enfrascados en tan burda discusión, mientras una joven sardina que merodeaba por ahí, cautivada por la historia, exclamó:

Yo conozco a aquellos seres!… Un día, cuando era niña, fui capturada por un barco que realizaba faenas de pesca, y estando en la cubierta fría a punto de morir, caí por la orilla de un enorme canasto. Nadie se dio cuenta de mi presencia y quieta casi sin respirar, miraba desde un rincón frío la inmensidad del mar. Entonces escuché las voces de los hombres y conocí de sus palabras, que los habitantes de la Tierra, aquellos que tienen los ojos al frente de la cabeza y caminan erguidos, trazan límites en el mar. Fue así, como grandes guerras oscurecieron a la Humanidad solo por el afán de defender los espacios establecidos. Cayó la noche y ante tan desoladora información, sentí mucha tristeza, mis ojos no lograban contener las lágrimas. Temiendo que mi sollozo llegara a oídos de mis captores, imploré al Creador con todas mis fuerzas, para que me liberara de tan cruel suplicio. De pronto, mi piel reseca sintió el impacto de una ola que cubrió la embarcación lanzándome nuevamente al mar. Mi vida no volvió a ser la misma.

La joven sardina fue interrumpida por sus padres, que luego de saludar cortésmente a la audiencia, se dirigieron a los guías de la caravana, ofreciéndoles como presente de buena fortuna, una corona de reluciente metal y perlas que encontraron en un naufragio, cerca del Mar Mediterráneo.

Llegada la noche el velero arribo frente a una bahía. A lo lejos, las luces de una ciudad acariciada por el Río de La Plata reflejaban dorados caminos sobre las quietas olas. Las velas replegadas otorgaron descanso a los extenuados animalitos quienes felices, se deleitaban cada tarde, justo antes del crepúsculo, con hermosas melodías, procedentes de una flauta, además de un piano, violines y un arpa, que tocaban los tripulantes del yate, junto al capitán del navío.

Al cabo de una semana, el sonido de las jarcias agitadas por la brisa y las velas desplegadas al viento, dieron paso al último trayecto de la travesía. Poco a poco, mientras más navegaban, más alta se tornaba la temperatura del mar, ante los asombrados peces nacidos en los fríos mares del sur. Allí, arrecifes de fascinantes colores bullían de vida y cardúmenes de vivos colores se unían a la caravana, junto a una barracuda y una morena que muy parlanchinas, pasaron días narrando increíbles historias de sus hogares en el Mar Caribe, pero ninguna llamo más la atención a los asombrados oyentes, que la de un extraño gran triángulo imaginario dibujado en el mar, que en ocasiones hacía desaparecer a cuantos cruzaran por él. Es así como la morena había perdido a uno de sus hermanos, aunque todos decían que se había ido a océanos lejanos en busca de un amor.

Resultaban tantas y tan interesantes las historias que compartían cada especie, que unos a otros fueron nutriéndose de grandes conocimientos y excelsa cultura. Al atardecer los animalitos cantaban a las olas y éstas emocionadas los mecían con enorme ternura, y aconteció que tan entusiasmados se hallaban, que no se dieron cuenta del paso del tiempo; hasta que una mañana, despavoridas ballenas les advirtieron sobre una inmensa tromba marina, que miembros de su familia habían visto a lo lejos. Dado el aviso, una sirena haciendo tronar una caracola, anunció la cercanía de la costa Cantábrica, entonces, los más pequeños aleteando con gran fervor, reían felices a viva voz, pero los adultos, aunque intentaban disimular, difícil les resultaba esconder el enorme temor que los dominaba. Llegó la tarde y el cielo se tornó gris, por cuanto, algunos cardúmenes alarmados desistieron en la idea de acompañar al grupo y luego de despedirse intentaron alejarse, pero era demasiado tarde, ya que, una extraña fuerza los atraía bajo la última luz del crepúsculo, descubriendo que eran arrastrados por una enorme tromba semejante a un horrible huracán. Todos aterrados aleteaban de un lado hacia otro, muchos nadaron hasta lo más profundo para aferrarse a rocas apostadas en el lecho marino, pero la fuerza de la corriente era tan intensa que los arrastraba. Cipriano, tomado a sus hermanos Filipo y Águeda, los aferró a su cuerpo con todas sus fuerzas mientras sus fuertes gritos se hacían uno con el fragor de los desdichados animales. De pronto, el yate comenzó a brillar como si juntaran todas las reliquias hundidas y se hicieran una en el: diamantes, oro, zafiros, esmeraldas y rubíes, eran pocos ante el diáfano fulgor. La tempestad comenzó a amainar y el turbulento ciclón, bruscamente, cesó por completo, parecían suspendidos por una extraña fuerza, rodeados de absoluta quietud, sorprendidos y aterrados. Algunos exclamaban:

-          “¡Estamos en el ojo de un huracán!” 

 La morena, extraviados sus sentidos, gritaba:

-          “¡Es el Triángulo de Las Bermudas!”

El velero fulgurante se comenzó a sumergir suavemente, su brillo era tan hermoso, parecía la más rutilante estrella del sur. A lo lejos surgió un gran portal y en la parte superior de este, se hallaba inscrito:“La Puerta de Alcalá”. Seguidamente, el barco atravesó por debajo del arco central, luego que sus tripulantes, convertidos en mágicos seres de luz, saludaran  a cada especie marina, invitándoles cordialmente a ingresar. Ante los maravillados ojos de los animalitos, una bella ciudad de estalactitas, diamantes, hadas y habitaciones de coral los recibió. En lo alto de un palacio, se hallaba una campana de oro; dicen que servía para despertar al más anciano de los sabios que bendecía la vida de cada ser recién nacido en las profundidades. Fue así como después del tronar de las campanas, el anciano descendió lentamente una larga escalera y se acercó a ellos, vestía una túnica y sandalias parecidas a las que usaban los romanos, luego de la formal presentación, gentilmente los invitó a un salón anunciándoles que la cena estaba servida, extrañas figuras semejantes a burbujas brillantes eran parte del menú. Su color dorado sorprendió a los comensales, entonces, los Sabios Ancianos les explicaron que eran frutos de lejanos bosques, obsequiados por hadas de la naturaleza a las hadas del mar, mientras éstas les retribuían regalándoles rocío del amanecer tejido en corales y esmeraldas, para abrigarlas, además de protegerlas. Entonces, aconteció que, con cada bocado, los animalitos se sentían más vigorosos y felices, luego, concluida la cena, fueron llevados en caravana por un extenso pasillo de cristales, caracolas, zafiros y esmeraldas hacia otro salón, en donde, los tripulantes del yate esperaban por ellos, para deleitarlos con bellas melodías que, los animalitos felices y emocionados acompañaban entonando cantos de antaño,  fue entonces cuando las Hadas Sanadoras del Mar ingresaron al salón, al instante cesaron los violines, las arpas, también la flauta traversa y en medio de silencio absoluto, las hadas les hablaron a los animalitos sobre la importancia de creer en un sueño, que la fe es el motor que mueve la esperanza, la fuerza y dedicación es el motor que mueve los logros y la pureza de los sentimientos la felicidad, asimismo, les contaron de lo importante y hermoso que es amar al prójimo sin esperar nada a cambio, tanto como a la familia y a los amigos. De pronto, una luz pareció resplandecer no solo sus ojos, sino que también sus corazones. Nadie supo lo que sucedió después, puesto que adormecidos, algunos sintieron que eran llevados a la cubierta del yate mecido por un plácido río de aguas turquesa. Finalmente, solo quedó aquel recuerdo en sus somnolientos ojos, como último destello que difuminó el recuerdo de tan grandiosa experiencia.

Al llegar el alba, en medio del océano sereno, una pequeña voz inundada de alegría llamaba a Águeda y a su hermano mayor. A su vez, poco a poco los animales fueron despertando y ante gran sorpresa, los amigos cangrejos habían recuperado sus patitas, la orca herida por cazadores furtivos lucía su piel lozana y tersa; Cardúmenes enteros comenzaron unos a otros a sorprenderse de sus múltiples sanaciones. Sin embargo, nada los conmovió tanto, como fue el observar que el pequeño Filipo, quien finalmente y luego de tan colosal travesía, recupero la visión de sus ojitos logrando ver el rostro de sus hermanos a quienes abrazó emocionado. Posteriormente, llegó la noche e inundado de frenesí, aprovechaba cada instante para asomar su cabeza a la superficie con la finalidad de apreciar en lo alto, los astros titilantes, aquellos que tantas veces en las voces de sus hermanos y amigos oía de belleza sin igual, cuyas palabras se hacían pequeñas ante la hermosura que descubría en el firmamento, con sus redondos ojitos cubiertos por lágrimas de felicidad.

En ese instante, todos tenían vagas remembranzas de aquel fantástico lugar, pero nadie recordó como salieron. Nadie, solo Clara la pulga, quién no acudido a las hadas para curar alguna enfermedad, puesto que, aunque vieja, se hallaba solo aquejada por las típicas dolencias de la edad, sorprendida, había visto rejuvenecer su vida.  También Filipo, que, en un pacto secreto, prometió a las hadas, jamás develar a los habitantes del mar como encontrar tan fabuloso lugar, De igual forma, les prometió que buscaría el modo de comunicarse con los seres humanos, para contarles sobre lo hermoso que es vivir en paz, sin guerras ni nada que oscurezca sus corazones y la belleza infinita del mar.

Al pasar los años, el tiempo hizo de Clara y Filipo, los animales más sabios de los cinco océanos. La pulga y el delfín, por el resto de sus vidas, intentaron ser oídos por las personas para contarles sobre la hermandad de los seres del mar, en consecuencia, Clara enseñó a sus iguales la importancia de hacer las casitas de hoyitos en la arena de la costa, ahí en las playas donde los bañistas disfrutan las caricias de las olas, para conocerlos e intentar conversar con ellos. Por otra parte, Filipo aprendió mucho el dialecto de los hombres, y aunque se hizo grato a los ojos de la Humanidad, sin embargo, todos sus esfuerzos, al igual que los de la pulga fueron infructuosos puesto que jamás lograron comprenderlos, aunque debo decir, que aún no pierden la esperanza.

Han pasado muchas generaciones y nada parece apaciguar las ansias de tan nobles amigos por ser comprendidos por los seres humanos. Por tal razón, cada tarde de julio, se reúnen para idear una y otra vez una nueva estrategia a cumplir, en aquellas fechas, cuando los pescadores junto a la imagen de San Pedro se consagran al mar en la costa de Valparaíso, mientras Clara y su gran amigo disfrutando una rica taza de té, divisan a lo lejos el gran velero español, cuyos tripulantes eternamente jóvenes observan sonrientes a sus niños cubriéndose los oídos con ambas manos, al oír en las voces de Tiberio y Cayo, exclamar:

-          ¡Pleistoceno!,

-          ¡No! ¡Glaciación!

-          ¡Pleistoceno!

-          ¡Glaciación!

Una espontánea risa colectiva, resplandece en los rostros de los navegantes, y haciendo señas a modo de despedida desde la cubierta, a Clara la pulga y Filipo el delfín, zarpan dejando una estela blanca semejante al hada más brillante y pura del Palacio de la Luz, que protege a un gran número de animales enfermos. Desplegando majestuoso las velas, haciendo brotar de los ojitos de los viejos amigos Clara y Filipo, lágrimas de emoción, felicidad y gratitud por toda la eternidad.

 

 

 

 

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